José Francisco Robles

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José Francisco Robles

Tag Archives: Coyoacán

Arte de pajarear

15 Saturday Jun 2013

Posted by Francisco in América Latina, Animales, Conocimiento, México, Música, Naturaleza, Pajarear, Pájaros

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Siempre que pienso en los pájaros que escucho, tengo en mi cabeza una imagen de lo que se sostiene en el cielo: es la máquina de sonidos la que se desplaza, baja y, al mismo tiempo, sube a la tierra. Sube, porque se viene allegando a la vida de los que acá estamos pastando, caminando por valles y montes, limitados por las aguas, el infierno y los pájaros.

Las aves de México no dejan de cantar al sol, con sus ojos ruidosos y sus pupilas de bronce. Esa luz me llega a los dedos y con ellos escribo, sin conocerla, sobre la sinfonía que nunca calla, misteriosa y suave, salvajemente suave, como silbatos de madera caminando o saltando de una rama a otra. Hay que escuchar a los pájaros de México, hay que ver cuánto aman la tierra, incluso más que el aire: gustan de pasear en familia por las calles de Coyoacán y detenerse a mirar los invisibles alpistes que imaginan en las piedrecillas. Así, van quijoteando el alimento por esas calles. Y muy pocas veces levantan el vuelo desairando la tierra: aire y tierra son casas, casas de luz y de ojos de bronce de aquellos silbatos de madera, de aquellas bolitas de pluma que nos miran sin comprender nuestro canto, nuestra habla, nuestra armonía en los paseos. Los pájaros de México están tan grabados en mis oídos aun en la hora del sueño: entran al cuarto y se ponen a improvisar su luz aguda en medio de la noche.

Los pájaros nos traen la noticia de los límites, de la altura y de la comprensión. Dicen que el arte de ver y oír es la primera entrada para conocer. Pero esa tarea parece ahora imposible: “aprende primero a escuchar, a escucharnos”, parecen decir las aves. En un arranque profundo de egocentrismo, siento que ellas sólo me hablan a mí. Y lo digo, quizás, con la simpleza típica del forastero que viene llegando a Lagos de Moreno. Los habitantes de esta plaza principal parecen no oírlos, quizás porque ya saben lo que yo no. Intento disimular mi asombro. Pero con qué fuerzas imponen su canto, mientras trato de leer. Con qué energía roban mi plan de lectura, mi plan de fácil adquisición de conocimiento. La máquina de sonidos estruja sus plumas sobre este soleado día. Sólo sé que viven aquí, entre las mujeres, hombres y niños y dicen algo que no entiendo: quizás sólo soy un extranjero en todos los mundos auditivos.

En ésta, la tierra solar de Mariano Azuela, inmensas aves se ponen a cantar los días, desde el aéreo mar que nos remece con su soplo. Estamos muy lejos de la costa, pero se siente la brisa del mar en cada rincón y a cada instante. Ni en Coyoacán ni en La Huacana ni a la sombra del Tepozteco los escuché cantar con tanto brío ni con tanto mar. Su oficio de cielo, su interpretación del cielo como mar, cae empujada por los árboles que, a su vez, interpretan a las alas. Siento que los árboles están a punto de emprender un vuelo, para dejar a los pájaros gobernar la sombra, dibujando el follaje con las notas que yo no consigo interpretar.

Y no es que no tenga experiencia. Nací y crecí en una ciudad, es cierto, pero mi educación consistió, en buena parte, en una educación con animales. Fueron mis primeros maestros y todavía lo son, y me temo serán los que respete como tales hasta mis últimos días. Viví con perros y pájaros que me enseñaron que el ser humano no los posee, que no es dueño de sus vidas, que sólo vivimos con ellos y compartimos con ellos un hogar. Mientras escucho a las aves laguenses, no dejo de pensar en las que vivieron conmigo en mi casa materna: uno de los primeros paisajes que recuerdo de mi infancia es la imagen (detrás de todo, de fondo) de dos canarios blancos como abuelos, que cantaban todo el día en el pequeño departamento santiaguino, y que resistieron, a pesar de sus años, aquel terremoto de 1985. Luego de que la muerte les robó el don del sonido, ocuparon su lugar unas cacatúas o pericos que jugaban fútbol dentro de la jaula. También varios pollos, muertos todos por repentinos derrames cerebrales. Recuerdo que, a menudo, mi abuela o mi madre abrían las puertecillas de la frágil mazmorra que injustamente habitaban aquellas aves para que volaran por la sala un par de minutos: la ansiada libertad, la magia del vuelo sin huida, me hacía temblar de emoción. Volaban y eran libres por algunos minutos, pero sabíamos que no podían escapar. El espíritu perverso de la humanidad me era entregado en ese pequeño gesto digno de La torture par l’espérance de Villiers.

Pero vendrían, más adelante, formas nuevas que irían cambiando mi concepción infantil de esa libertad. Un loro choroy, Matías, de esos que seguramente venderían ilegalmente en algún tren de Temuco, llegó a mi hogar cuando tenía 8 ó 9 años. Caminaba libre por el pasillo del departamento, entraba a mi cuarto, se plantaba en el sofá y comía descaradamente la comida de mi perra. Con Matías tuve por primera vez contacto con una ave en libertad, sin jaulas y sin ventanas cerradas. Recuerdo que palpaba su barriga y lo hacía cantar, cantábamos, la canción típica de cumpleaños. No sabía hablar, pero yo conocía aquellos días en que no andaba de humor: picoteaba la cola de mi perra y no tenía muchas ganas de moverse del sofá. Tenía un carácter definido. Incluso, en una oportunidad, vio que yo estaba jugando en la calle con mis amigos del barrio y decidió unirse al grupo: voló desde la ventana del segundo piso hasta mí, pero en el camino un perro espantó su trayectoria. Tuvo que refugiarse en las ramas más altas de un árbol. Todo el barrio salió en su rescate, pero sólo a mí me permitió rescatarlo. A duras penas escalé hasta donde pude (nunca fui bueno para subir árboles) y él comenzó a bajar hasta mi hombro. Ese día aprendí que él no era sólo un ave casera, sino un amigo. Yo me convertí en un pirata de Stevenson y él en mi Captain Flint.

Y cierto día tuvo un gesto notable: mientras mi madre estaba enferma, le trajo sus semillas favoritas, intentando echárselas en la boca, con el fin de alimentarla y curarla con aquello que a él tanto le gustaba. Sin duda, el contacto con el ser humano, en cierto sentido, lo había humanizado, al igual que a todos mis perros. ¿Cómo preservar la autonomía de estos seres en el contacto con los hombres? Tal vez ellos sólo hacen su papel y aprenden mucho más de nosotros que nosotros de ellos. Ahora me pregunto si alguna vez pude comprender de verdad lo que ellos quisieron decirle a mi infancia. Sólo entendí el lenguaje de amor, un lenguaje traducido a mis infantiles necesidades de ser humano. Sólo queda, en el fondo hueco del corazón, un lenguaje invisible que golpea y marca el pecho, que pone gafas y filtros desde donde miro estas escenas cotidianas, pero sin la capacidad de desnudarlas. Sólo las visto, una y otra vez, con mi memoria. O con sus puentes, las palabras.

Los pájaros laguenses cantan y empujan, con su resorte, un carril de mi memoria. Y sólo consiguen que me enrede más con el amor a esas aves que vivieron conmigo la brutal infancia. Pero hubo otra ave que marcó aquella época. Fue un pichón de zorzal al que, por razones obvias, llamé Gardel. Junto a otros niños, lo rescatamos al pie de un árbol: el fuerte viento había botado el nido y él había caído con los restos de paja. Lo tomé y lo llevé a casa. Lo pusimos en una jaula junto a la ventana para que su madre viniese a verlo y alimentarlo, mientras crecía. Pero ella vino sólo un par de veces con sus gusanos. Ahí decidimos que era mejor criarlo entre nosotros y fue mi abuela mi mayor cómplice.

Mi abuela y yo nos dedicamos a su crianza y, al poco tiempo, volaba libre por el departamento, posándose en las plantas, colgando de las enredaderas que rodeaban ese pequeño espacio donde vivíamos. Gardel era un eterno pichón que, a pesar de convertirse poco a poco en un adulto, jamás quiso alimentarse solo. Esperaba su ración de carne molida en forma de gusano, aleteando y piando como los pichones. Más tarde, esperaba su alpiste de la misma manera. No quería comer del plato, sólo aceptaba el alimento de esa forma, caprichosamente. Y tal como el loro Matías, Gardel gustaba posarse en mi hombro y ver mis dibujos, mis primeros cuentos, mis primeras novelas cuyos argumentos eran plagiados de Papelucho.

Por las tardes de verano, Gardel tomaba su baño. Había que estar atento a las ollas sucias que permanecían llenas de agua y jabón en el lavaplatos, porque esas eran sus piscinas favoritas. Muchas veces lo rescaté del fondo del jabón y la grasa. Muchas veces lo rescaté también de la vieja lavadora cilíndrica que giraba y giraba, y lo hipnotizaba y atraía fatalmente con sus vueltas y su espuma. Gardel era temerario y no le importaba el peligro. De las ollas, como de la lavadora, salía envuelto en espuma y yo tenía que ir a enjuagarlo bajo el chorro de agua del lavamanos; luego, ponerlo al sol, en la ventana, y esperar a que se secase. En esa ventana, la de la cocina, Gardel veía el vuelo de los pájaros. Los miraba con atención y, de vez en cuando, soltaba algún silbido pidiendo la atención de sus congéneres.

Cierto día decidió que era el momento. Esa mañana estiró su plumaje más de lo acostumbrado y voló como loco por el departamento. Eran su entrenamiento final, su anuncio. Se posó en la ventana de la cocina, estiró su cuello y vio: nunca sabré lo que allí vio, pero fue suficiente para que quisiera volar. Y voló. Desapareció entre la espesura del follaje. No recuerdo haber sentido tristeza, sino soledad. Tuve mi gran lección: los animales no nos pertenecen, aunque vivan bajo nuestro techo y los alimentemos. Ellos viven con nosotros y en nosotros. Somos sólo un pliegue, más o menos racional, del mundo.

Ahora sé, ahora, justo en este momento, que nunca comprendí mis lecturas infantiles del obrero socialista John Griffith Chaney, más conocido como Jack London: apenas, a mis cortos años, creí ver que el maltrato a los animales era el eje que movía su escritura. Ahora veo que London hablaba más de los hombres que lo que creí entender cuando niño. La opresora condición humana se definía por no intentar comprender la condición de los animales. El problema era que la lucha de clases nunca había pensado, como su primer paso, la solución definitiva de la lucha de especies, la síntesis final en que el hombre asumía que su condición dominadora era insostenible no sólo para el resto de la naturaleza, sino también para sí mismo. Quizás sea una soberna estupidez pensar las cosas de ese modo, cambiar una perspectiva hacia algo que puede parecer absolutamente pedestre. Pero el darwinismo, al igual que Linneo y su teoría sobre las razas humanas, se mantiene vivo en su aberración y anclado profundamente en los sectores conservadores: los más fuertes deben vivir, el resto que muera; debemos entender a los fuertes, no los fuertes a los más débiles; los mejores (los más ricos) deben gobernar, mientras los peores (lo más pobres) deben obedecer.

Y es así como, ante el conocimiento imposible, los seres humanos nos detenemos de dos formas: seguimos caminando sin apreciar estos cantos o nos sentamos para escuchar la oscura transparencia de esos sonidos con lápiz y papel. Y vemos cómo todo se escurre en la dura alegoría desfondada, en la interpretación que no llega y señala este punto del que nunca hemos intentado partir: escuchar y preguntarnos por qué no podemos saber, por qué nos empecinamos en ignorar y sepultar bajo la escritura lo que no sabemos: “Palabras, palabras –un poco de aire / movido por los labios– palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”, decía Teillier. Prefiero que mi corazón vague por el aire, que siga a esos pájaros, que no quiera responder lo que no sabe; que se reparta en cada nota escuchada de esos cantos y en cada imagen de esas plumas. O, como lo dijo otro pájaro, décadas atrás:

… cuando paso entre los árboles
o debajo de las tumbas
cual un funesto paraguas
o como una espada desnuda,
estirado como un arco
o redondo como una uva,
vuelo y vuelo sin saber,
herido en la noche oscura,
quiénes me van a esperar,
quiénes no quieren mi canto,
quiénes me quieren morir,
quiénes no saben que llego
y no vendrán a vencerme,
a sangrarme, a retorcerme
o a besar mi traje roto
por el silbido del viento…

El ser humano es como las reliquias de los santos: una parte de él por aquí, otra por allá, en todos los lugares hay algo mío, en todos los sitios donde he “pajareado”. Y en que cada una de esas reliquias se erige un templo, una imagen de grandeza sin altura. No hay fieles, sino una sola fidelidad a cada parte donde se siembra el placer, la visión de la alegría, el triunfo pasajero que sin embargo perdura. Y vamos sumando lugares y viajes, y espacio en medio de cada punto donde dejamos algo de nuestro corazón: Santiago, Valparaíso y Budi; Lima, Arequipa y las islas flotantes de los Uros, sobre el Titikaka; en Evanston y en Chicago y también aquí en Winnetka, este hermoso lugar verde y de pájaros rojos, por el que todavía las brisas frescas cruzan con confianza por entre las cosas.

Pero mi corazón, tan repartido, permanece íntegro en su centro: suma y suma espacios y aires, canciones, árboles, tierra y pájaros. Se han alzado templos en mi memoria, desde aquella vez que estuve en lago Budi y me di cuenta de que la tierra tenía lugar en mi mente y en mi pecho, y que yo estaba construido de agua, de peces y también de piedra: ahí fue el lugar donde nací para este mundo, con todo lo que es el mundo, con su riqueza, su pobreza, sus plagas, sus pestes, sus sanidades, sus alegrías y depresiones. Ahí sentí la hondura del abismo personal y la cima o cumbre que se puede encontrar en el mundo. Y de allí también recuerdo un pájaro secreto: un martín pescador, en la altura de su rama, cantaba al borde del lago, mientras un pez blanco se acercaba a la orilla a verme y olerme. Esa fue mi revelación. Todos hemos tenido o tendremos una. La mía fue así, simple, que bien pudo pasar desapercibida. Tuve la suerte de poder captarla y atesorarla. Cuando la recuerdo, siento que esa imagen sobre la alta rama de un árbol me cantó una vida nueva. Tal vez es el oficio de morirse y renacer en los sitios amados. Ese aprendizaje hizo crecer mi espíritu, convertirme en oído y en ojo, en el martín pescador y en su nota, en el pez blanco del lago y en su propia blancura y su curiosidad. Quizás el día, el minuto en que muera, recordaré toda esa revelación como el modo en que viví y me hice un ser humano: ser de papel y de carne, pero también un ser “como la luz de una jarra de agua / lanzada inútilmente contra las tinieblas”.

Lagos de Moreno, Jalisco, 20 de marzo de 2010.                                         Winnetka, Illinois, 7 de julio de 2011.

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Alma peregrina por Carrillo Puerto

27 Monday May 2013

Posted by Francisco in América Latina, Cultura mexicana, Estados Unidos, Historia, Literatura, México, Política en México, Sociedad

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Alma Reed, Alma Reed' love story, calles del distrito federal, Coyoacán, Felipe Carrillo Puerto, Peregrina (canción), Reed and Carrillo Puerto

Alma Reed y Felipe Carrillo Puerto

Este escrito trata sobre lo que se esconde tras el nombre de una calle, una de las muchas que conocí en mi vida mexicana. Yo tenía dos favoritas en el Distrito Federal: una de ellas, por la que me gustaba llegar al centro de Coyoacán, era Francisco Sosa. La segunda era Carrillo Puerto. Si bien la primera era de una belleza máxima, la segunda ofrecía cosas que aquella no tenía: un par de buenas librerías de viejo (también una Gandhi) y lugares donde echarse unos buenos tacos. Hace dos años que dejé mi vida mexicana, aunque la sigo viviendo a mi manera: recuerdos, sueños, conversaciones, las típicas epifanías profanas de un mundo vivido y amado.

Así fue como, leyendo una introducción a la obra de Benjamin Franklin, para encontrar más pistas y conexiones de las traducciones que José Antonio de Alzate y Ramírez -destacado científico novohispano- hizo de algunos escritos de Franklin, me acordé de que alguna vez anduve tras un breve texto de no más de dos carillas sobre el científico novohispano Alzate y Ramírez, llamado “Jose de Alzate y Ramírez: Mexico’s Ben Franklin”, escrito por Alma Reed. El epíteto dado en el título del artículo bastó para encender mi curiosidad: para mí también Alzate era para México lo que Franklin para Estados Unidos. Este brevísimo trabajo es casi imposible de encontrar y sólo la American Philosophical Society de Pennsylvania guarda una copia. ¿Y qué tiene que ver la calle Carrillo Puerto en todo este asunto?

Alma Reed fue una periodista famosa que dedicó buena parte de su vida a denunciar el sufrimiento de muchos inmigrantes mexicanos que vivían en California. Incluso, según se dice, consiguió (mediante sus artículos periodísticos) que un muchacho mexicano de 17 años no fuera castigado con la pena de muerte. Es más: gracias a sus esfuerzos algunas leyes punitivas fueron derogadas. Su lucha le valió una invitación a México, extendida por el presidente Álvaro Obregón. Esa era, muy resumidamente, Alma Reed, la autora de aquel deseado artículo. Pero, ¿qué hay de Carrillo Puerto?

Gracias a esta suerte de fracaso en conseguir el texto, seguí buscando por todas partes más detalles sobre la vida de Alma Reed en México. Y algo apareció. Ella estuvo comprometida con Felipe Carrillo Puerto (sí, el del nombre de la calle), en ese entonces, en los años 20, gobernador de Yucatán. Con él recorrió buena parte de aquel hermoso estado. Después de este recorrido, y de haber escuchado testimonios acerca del saqueo arqueológico sufrido por Yucatán, en manos del arqueólogo Edward H. Thompson, escribió un artículo denunciando el robo del patrimonio yucateco que había sido vendido al museo Peabody de Harvard University. Este escrito causó gran escándalo en este país y valió que la universidad devolviera, avergonzada, alguna de estas piezas históricas.

Sobre el amor entre Alma Reed y Carrillo Puerto, nacido en tierras yucatecas, se han escrito incluso libros (Passionate Pilgrim: The Extraordinary Life of Alma Reed,1994, por Antoinette May) y una compilación de los escritos de la periodista (Peregrina: Love and Death in Mexico, 2007). Todos hemos escuchado aquellas típicas comparaciones entre las relaciones amorosas del pasado (románticas, paulatinas, “aboleradas”) y las del presente (inmediatas, inconstantes, nihilistas). Como buen cliché, algo de razón tienen. Quizás nadie se atrevería hoy en día a escribirle una canción al ser amado, o encargar una; a lo más, algunos habremos escrito poemas, poemitas, que con el tiempo se transformaron en un testimonio vergonzoso de la idealización (o idiotización) que vivimos frente a lo que antes se denominaba como “la razón de nuestros desvelos.” Carrillo Puerto era de esos hombres del pasado, en tiempo y sentimientos: el llamado “apóstol rojo de los mayas”, mandó a componer una canción a su novia, llamada Peregrina, escrita por Luis Rosado Vega y música de Ricardo Palmerín. Así cuenta Rosado Vega el nacimiento de la canción:

La letra fue simple consecuencia de una lluvia primaveral. Llovió copiosamente una tarde, y esta lluvia auspició una noche espléndida. Teatro, la Casa del Pueblo durante un festival. Concluido éste, nuestro inolvidable Felipe Carrillo Puerto, Alma Reed –la singular, por bella, periodista norteamericana, pero del sur de los Estados Unidos, o sea de San Francisco, California– y yo debíamos asistir a un convivio en la casa del maestro Filiberto Romero, director de la Escuela de Música. […] En el auto iba Alma sentada entre Felipe y yo. Entramos en el suburbio de San Sebastián. Con el aguacero de la tarde la tierra había abierto sus entrañas, y despedía de ella misma ese grato y sugestivo aroma de la tierra cuando acaba de ser fecundada por la lluvia. […] y Alma dilató el pecho como para absorber a pleno pulmón aquellas fragancias y dijo: “¡Qué bien huele!” Le salí al paso con una frase simplemente galante: “Todo huele bien porque usted pasa. Tierra, flores, quisieran besarla y por eso llegan a usted con sus perfumes.” Dijo Felipe al punto: “Eso se lo vas a decir en un verso.” Contesté: “Se lo diré en una canción.” Alma rio argentinamente. Así reía. Concluido el convivio y ya en mi casa, compuse la letra. No podía olvidar a Palmerín. En la mañana siguiente lo busqué y se la di. Dos días después ya había nacido la canción. Y eso fue todo.*

La boda entre Alma Reed y Carrillo Puerto fue acordada: sería en San Francisco, la ciudad natal de la novia. Y es aquí cuando, como buena historia romántica, viene a tocar la puerta la sorpresiva tragedia: mientras Reed se fue a preparar la boda con Carrillo Puerto a la ciudad californiana, el gobernador de Yucatán (medio maya, como por ahí he leído) era asesinado por la gente delahuertista en Mérida, la madrugada del 3 de enero de 1924.

Peregrina

Peregrina de ojos claros y divinos
y mejillas encendidas de arrebol,
mujercita de los labios purpurinos
y radiante cabellera como el sol.

Peregrina que dejaste tus lugares,
los abetos y la nieve, y la nieve virginal,
y viniste a refugiarte en mis palmares
bajo el cielo de mi tierra, de mi tierra tropical.

Las canoras avecitas de mis prados
por cantarte dan sus trinos si te ven,
y las flores de nectarios perfumados
te acarician y te besan en los labios y en la sien.

Cuando dejes mis palmares y mi sierra,
peregrina del semblante encantador,
no te olvides, no te olvides de mi tierra;
no te olvides, no te olvides de mi amor.*

 

No comentaré esos horribles y desacertados apelativos de mujercita, o eso de labios purpurinos, nieve virginal o nectarios perfumados. Por lo general, las letras musicales (por cuestiones de ritmo, difusión masiva u otras que desconozco) van a la zaga de las artes con las que les toca convivir. Pero hay una cosa cierta, en la que Rosado Vega no se equivocó: Alma Reed no se olvidó de México jamás. Siguió promoviendo el arte mexicano desde los Estados Unidos, hasta, finalmente, volver a México y residir hasta sus últimos días en el Distrito Federal. Allí murió en 1966.

Creo haber leído por ahí que sus cenizas fueron llevadas a Mérida, por expresa petición testamentaria, para descansar junto a los restos de Carrillo Puerto, aquel malogrado gobernador que dio nombre a esa bella calle que me gustaba recorrer en mi vida mexicana. El final de esta historia me parece lo suficientemente romántico y lo acepto como verdadero. No hay más. Y, quizás, tal como tuve la fortuna de encontrarme con esta historia gracias a un fracaso bibliográfico, tenga la suerte de encontrarme el artículo de Reed buscando otra cosa.

Princeton, 26 de Mayo 2013

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