José Francisco Robles

~ Gabinete / Cabinet

José Francisco Robles

Category Archives: Naturaleza

Curiosos consejos para cuidar la salud del cerebro (1596)

23 Sunday Aug 2015

Posted by Francisco in antigua medicina, ciencia, Intelectuales, libros, libros antiguos, Literatura, Naturaleza, Sociedad

≈ Leave a comment

Tags

alquimia, cerebro, Historia, Inglaterra, medicina antigua, siglo XVI

by Robert Fludd (ca. 1620)

El destino siempre me trae antiguos y extraños libros, aunque esto no sea sino una excusa para decir que mi ojo está más o menos atento a las hoy consideradas rarezas bibliográficas del pasado. El goce al encontrar estos frutos de la mente humana –o de ciertas y singulares mentes humanas– es en mí extremo, aunque muy pronto da paso a un feliz e infantil asombro. Y este asombro no tiene que ver solamente con atestiguar las curiosas y a veces estériles indagaciones en que se enfrascaron los antiguos; también, y más que todo, el asombro que siento está relacionado con lo que percibo como una positiva desfachatez y admirable libertinaje intelectual que era común en aquellos siglos.

Así, los grandes trabajos del conocimiento eran ensayos, maravillosas obras en las que más que comprobar fenómenos mediante números o fórmulas se ponían a prueba por el ingenio y la libertad de sus analogías. La ciencia todavía no se hacía de un guardián, el método; la imaginación poética corría ligera y desbocada por las ideas. Quizá nunca estuvo más cerca la observación natural y la poesía, como si fuera el último suspiro –que durará algunos siglos más, sin duda– de un mundo que no deseaba o no podía distinguir entre ‘lo real’ y ‘lo figurado’.

Como hoy, pienso, los hombres y mujeres de ciencia están demasiado ocupados en sus laboratorios, en cálculos y tecnología, ya no se ven tales invenciones. Los poetas, por su parte, tampoco parecen interesarse mucho por el mundo natural; se vuelcan casi exclusivamente a la lectura de poesía y de ahí sacan sus experiencias poéticas, como antes la extraían de la geografía, de los pájaros o de los bosques (como en aquel famoso verso de Baudelaire: “Grands bois, vous m’effrayez comme des cathédrales”). Quizás por eso me gusta ir hacia las fuentes de esa memoria, buscando algunos tomos que me hagan ver el mundo de hoy bajo paradigmas diferentes. Como si pudiera volver a conectar un mundo roto y encontrar caminos viejos que llevan a partes que hoy son poco visitadas. La novedad a veces consiste en re-viajar, re-leer: recordar.

Fue así como buscando libros relacionados con una obra curiosa, originalmente escrita en latín por Thomas Muffet, The Theater of Insects, Or Lesser Living Creatures, el primer texto escrito en Inglaterra sobre historia natural y publicado póstumamente en inglés en 1634, me encontré con un singular libro. De su autor solamente quedan sus iniciales, A. T., quien fue, cómo lo dice, practicante de medicina. Su largo título es el que sigue: A Rich Store-House or Treasury for the Diseased: Wherein, are Many Approved Medicines for Divers and Sundry Diseases, Which Have Been Long Hidden, and not Come to Light Before This Time; Now Set Foorth for the Great Benefit and Comfort of the Poorer Sort of People That are not of Abillitie to Go to the Physitions, by A. T. practitioner in physicke (London, 1596). En castellano sería algo así: Rico depósito o tesoro para el enfermo, en donde hay muchas aconsejadas medicinas para diversas y variadas enfermedades que han estado largo tiempo ocultas y sin ver la luz hasta nuestros días, ahora descritas para gran beneficio y consuelo de los más pobres que no pueden ir al médico. Escrito por A. T., practicante de medicina. Londres, 1596.

De los más de 260 capítulos (se pueden encontrar aquí), dos me interesaron: el 144 y el 145. Tratan, respectivamente, de las cosas buenas y malas para el cerebro. A continuación los transcribo y traduzco al castellano.

♦

Cap. 144 / A Rule to knowe what things are good and [w]holesome for the Braine:

+To Smell to Camamill, +To eate Sage, but not overmuch, +To drinke Wine measurablie, +To keepe the Head warme, +To washe your Hands often, +To walke measurablie, +To sleepe measurablie, +To heare little noise of Musicke or singers, +To eate Mustarde & Peper, +To smell the savour of Red-roses, & to washe the Temples of your Heade often with Rose-Water.

Cap. 145 / These Thinges are ill for the Braine:

+All maner of Braines, +Gluttony, +Drunkennes, +Late Suppers, +To sleepe much after meate, +Anger, +Heavines of minde, +Stande much bare headed, +Corrupt Aires, +To eate overmuch or hastely, +Overmuch heate in Travaylinge or Labouringe, +Overmuch Watching, +Overmuch Colde, +Overmuch Bathing, +Milke, +Cheese, +Garlicke, +Oynions, +Overmuch Knocking or Noise, & to smell to a white Rose.

1947377_10152260694172002_901200892_n

Capítulo 144 / Regla para saber qué cosas son buenas y saludables para el cerebro:

+Oler manzanilla, +Comer salvia, pero no demasiada, +Beber vino con moderación, +Mantener la cabeza tibia, +Lavarse las manos a menudo, +Caminar moderadamente, +Dormir moderadamente, +Escuchar poca música o cantantes, +Comer mostaza y pimienta, +Oler el aroma de rosas rojas, +Limpiar las sienes de la cabeza con agua de rosas.

Capítulo 145 / Estas cosas son malas para el cerebro:

+Todos los tipos de cerebro, +Glotonería, +Ebriedad, +Cenas tarde, +Dormir mucho después de comer carne, +Ira, +Cansancio mental, +Estar mucho con la cabeza descubierta, +Aire contaminado, +Comer demasiado o apresuradamente, +Sobrecalentamiento en el trabajo, +Ver en exceso, +Frío excesivo, +Bañarse demasiado, +Leche, +Queso, +Ajo, +Cebollas, +Demasiado ruido, +Oler una rosa blanca.

♦

Sobre la sección de cosas buenas para el cerebro uno puede estar más o menos de acuerdo, no tanto por saber con certeza qué es directamente bueno para él, sino por ser cuestiones agradables para buena parte de la población. Por ello no hay mucho que decir al respecto. Sobre las cosas malas la cuestión cambia. Con “todos los tipos de cerebro” seguramente el autor se refiera a comer sesos de animales; comer y beber contiene 11 artículos de esta lista de 21, es decir, más de la mitad. Obviamente, la lista es arbitraria, aunque ajustada al sentido común de épocas antiguas en la que llevar la cabeza cubierta y bañarse poco era lo usual. ¿Pero qué hay de malo en oler una rosa blanca?

Hay solo una cosa que se me ha ocurrido para ensayar una conjetura (bastante rebuscada) ante esta drástica aseveración. Tiene que ver con un asunto histórico de mediados y finales del siglo XV en Inglaterra, poco más de un siglo antes de la publicación del curioso libro de medicina. Es el episodio bélico llamado War of the Roses, que llevó a enfrentarse a dos casas dinásticas por el trono del reino: la casa de Lancaster y la de York. Esta última tenía como símbolo la rosa blanca y fue la derrotada en esta lucha por el bando de la rosa roja, comandado por Henry Tudor, que aparece como símbolo de Lancaster en Henry VI de Shakespeare (o como profetiza el “Yorkist” conde de Warwick: “And here I prophesy: this brawl to-day,/ Grown to this faction in the Temple Garden,/ Shall send between the Red Rose and the White/ A thousand souls to death and deadly night”, act.2, esc. 4). El último rey de York, el famoso Richard III, quien inspiró la tragedia shakesperiana homónima, murió, como se sabe, en la batalla de Boswirth Field el 22 de agosto de 1485, en manos de las tropas de Henry, futuro rey de Inglaterra. Montado en un caballo también blanco –tal vez como una forma de simbolizar la rosa de la casa de York– fue asesinado arteramente. Se contaron 11 heridas, 8 de ellas en el cráneo, como han arrojado recientes investigaciones. Así, el pobre Richard comprobó en carne propia que las espadas son, sin duda, más dañinas para el cerebro que las rosas blancas.

xig6BegiA

¿Será esta historia una explicación posible para la aseveración del autor de este extraño libro? ¿Será una muestra de lealtad a la dinastía Tudor que gobernará hasta 1606 el rechazo a las rosas blancas como malas para el ser humano y su preferencia por las rosas rojas? ¿O será que la respuesta va por otro lado, al ser estas rosas blancas un símbolo mariano arraigado en el catolicismo del pasado y rechazadas en un presente protestante? No tengo ni la menor idea. De seguro que hay algo que se me oculta y que viene, quizá, por el camino de la alquimia, ciertamente vigente en aquella época. Solo me queda el goce de haberme encontrado con una singular obra, escrita para aliviar a la salud de los más pobres, llena de curiosos consejos para cuidarse de las enfermedades, como estos dos capítulos dedicados a lo bueno y a lo malo para el cerebro.

Advertisements

Arte de pajarear

15 Saturday Jun 2013

Posted by Francisco in América Latina, Animales, Conocimiento, México, Música, Naturaleza, Pajarear, Pájaros

≈ Leave a comment

Tags

arte, cacatúa, canario, canto de aves, choroy, Coyoacán, Cultura mexicana, hombre y animales, Lagos de Moreno, Literatura, loro, México, naturaleza, pajarear, pájaros, pájaros de Lagos de Moreno, pericos, sonido, vida silvestre, zorzal

pueblo books-chapman1-big

Siempre que pienso en los pájaros que escucho, tengo en mi cabeza una imagen de lo que se sostiene en el cielo: es la máquina de sonidos la que se desplaza, baja y, al mismo tiempo, sube a la tierra. Sube, porque se viene allegando a la vida de los que acá estamos pastando, caminando por valles y montes, limitados por las aguas, el infierno y los pájaros.

Las aves de México no dejan de cantar al sol, con sus ojos ruidosos y sus pupilas de bronce. Esa luz me llega a los dedos y con ellos escribo, sin conocerla, sobre la sinfonía que nunca calla, misteriosa y suave, salvajemente suave, como silbatos de madera caminando o saltando de una rama a otra. Hay que escuchar a los pájaros de México, hay que ver cuánto aman la tierra, incluso más que el aire: gustan de pasear en familia por las calles de Coyoacán y detenerse a mirar los invisibles alpistes que imaginan en las piedrecillas. Así, van quijoteando el alimento por esas calles. Y muy pocas veces levantan el vuelo desairando la tierra: aire y tierra son casas, casas de luz y de ojos de bronce de aquellos silbatos de madera, de aquellas bolitas de pluma que nos miran sin comprender nuestro canto, nuestra habla, nuestra armonía en los paseos. Los pájaros de México están tan grabados en mis oídos aun en la hora del sueño: entran al cuarto y se ponen a improvisar su luz aguda en medio de la noche.

Los pájaros nos traen la noticia de los límites, de la altura y de la comprensión. Dicen que el arte de ver y oír es la primera entrada para conocer. Pero esa tarea parece ahora imposible: “aprende primero a escuchar, a escucharnos”, parecen decir las aves. En un arranque profundo de egocentrismo, siento que ellas sólo me hablan a mí. Y lo digo, quizás, con la simpleza típica del forastero que viene llegando a Lagos de Moreno. Los habitantes de esta plaza principal parecen no oírlos, quizás porque ya saben lo que yo no. Intento disimular mi asombro. Pero con qué fuerzas imponen su canto, mientras trato de leer. Con qué energía roban mi plan de lectura, mi plan de fácil adquisición de conocimiento. La máquina de sonidos estruja sus plumas sobre este soleado día. Sólo sé que viven aquí, entre las mujeres, hombres y niños y dicen algo que no entiendo: quizás sólo soy un extranjero en todos los mundos auditivos.

En ésta, la tierra solar de Mariano Azuela, inmensas aves se ponen a cantar los días, desde el aéreo mar que nos remece con su soplo. Estamos muy lejos de la costa, pero se siente la brisa del mar en cada rincón y a cada instante. Ni en Coyoacán ni en La Huacana ni a la sombra del Tepozteco los escuché cantar con tanto brío ni con tanto mar. Su oficio de cielo, su interpretación del cielo como mar, cae empujada por los árboles que, a su vez, interpretan a las alas. Siento que los árboles están a punto de emprender un vuelo, para dejar a los pájaros gobernar la sombra, dibujando el follaje con las notas que yo no consigo interpretar.

Y no es que no tenga experiencia. Nací y crecí en una ciudad, es cierto, pero mi educación consistió, en buena parte, en una educación con animales. Fueron mis primeros maestros y todavía lo son, y me temo serán los que respete como tales hasta mis últimos días. Viví con perros y pájaros que me enseñaron que el ser humano no los posee, que no es dueño de sus vidas, que sólo vivimos con ellos y compartimos con ellos un hogar. Mientras escucho a las aves laguenses, no dejo de pensar en las que vivieron conmigo en mi casa materna: uno de los primeros paisajes que recuerdo de mi infancia es la imagen (detrás de todo, de fondo) de dos canarios blancos como abuelos, que cantaban todo el día en el pequeño departamento santiaguino, y que resistieron, a pesar de sus años, aquel terremoto de 1985. Luego de que la muerte les robó el don del sonido, ocuparon su lugar unas cacatúas o pericos que jugaban fútbol dentro de la jaula. También varios pollos, muertos todos por repentinos derrames cerebrales. Recuerdo que, a menudo, mi abuela o mi madre abrían las puertecillas de la frágil mazmorra que injustamente habitaban aquellas aves para que volaran por la sala un par de minutos: la ansiada libertad, la magia del vuelo sin huida, me hacía temblar de emoción. Volaban y eran libres por algunos minutos, pero sabíamos que no podían escapar. El espíritu perverso de la humanidad me era entregado en ese pequeño gesto digno de La torture par l’espérance de Villiers.

Pero vendrían, más adelante, formas nuevas que irían cambiando mi concepción infantil de esa libertad. Un loro choroy, Matías, de esos que seguramente venderían ilegalmente en algún tren de Temuco, llegó a mi hogar cuando tenía 8 ó 9 años. Caminaba libre por el pasillo del departamento, entraba a mi cuarto, se plantaba en el sofá y comía descaradamente la comida de mi perra. Con Matías tuve por primera vez contacto con una ave en libertad, sin jaulas y sin ventanas cerradas. Recuerdo que palpaba su barriga y lo hacía cantar, cantábamos, la canción típica de cumpleaños. No sabía hablar, pero yo conocía aquellos días en que no andaba de humor: picoteaba la cola de mi perra y no tenía muchas ganas de moverse del sofá. Tenía un carácter definido. Incluso, en una oportunidad, vio que yo estaba jugando en la calle con mis amigos del barrio y decidió unirse al grupo: voló desde la ventana del segundo piso hasta mí, pero en el camino un perro espantó su trayectoria. Tuvo que refugiarse en las ramas más altas de un árbol. Todo el barrio salió en su rescate, pero sólo a mí me permitió rescatarlo. A duras penas escalé hasta donde pude (nunca fui bueno para subir árboles) y él comenzó a bajar hasta mi hombro. Ese día aprendí que él no era sólo un ave casera, sino un amigo. Yo me convertí en un pirata de Stevenson y él en mi Captain Flint.

Y cierto día tuvo un gesto notable: mientras mi madre estaba enferma, le trajo sus semillas favoritas, intentando echárselas en la boca, con el fin de alimentarla y curarla con aquello que a él tanto le gustaba. Sin duda, el contacto con el ser humano, en cierto sentido, lo había humanizado, al igual que a todos mis perros. ¿Cómo preservar la autonomía de estos seres en el contacto con los hombres? Tal vez ellos sólo hacen su papel y aprenden mucho más de nosotros que nosotros de ellos. Ahora me pregunto si alguna vez pude comprender de verdad lo que ellos quisieron decirle a mi infancia. Sólo entendí el lenguaje de amor, un lenguaje traducido a mis infantiles necesidades de ser humano. Sólo queda, en el fondo hueco del corazón, un lenguaje invisible que golpea y marca el pecho, que pone gafas y filtros desde donde miro estas escenas cotidianas, pero sin la capacidad de desnudarlas. Sólo las visto, una y otra vez, con mi memoria. O con sus puentes, las palabras.

Los pájaros laguenses cantan y empujan, con su resorte, un carril de mi memoria. Y sólo consiguen que me enrede más con el amor a esas aves que vivieron conmigo la brutal infancia. Pero hubo otra ave que marcó aquella época. Fue un pichón de zorzal al que, por razones obvias, llamé Gardel. Junto a otros niños, lo rescatamos al pie de un árbol: el fuerte viento había botado el nido y él había caído con los restos de paja. Lo tomé y lo llevé a casa. Lo pusimos en una jaula junto a la ventana para que su madre viniese a verlo y alimentarlo, mientras crecía. Pero ella vino sólo un par de veces con sus gusanos. Ahí decidimos que era mejor criarlo entre nosotros y fue mi abuela mi mayor cómplice.

Mi abuela y yo nos dedicamos a su crianza y, al poco tiempo, volaba libre por el departamento, posándose en las plantas, colgando de las enredaderas que rodeaban ese pequeño espacio donde vivíamos. Gardel era un eterno pichón que, a pesar de convertirse poco a poco en un adulto, jamás quiso alimentarse solo. Esperaba su ración de carne molida en forma de gusano, aleteando y piando como los pichones. Más tarde, esperaba su alpiste de la misma manera. No quería comer del plato, sólo aceptaba el alimento de esa forma, caprichosamente. Y tal como el loro Matías, Gardel gustaba posarse en mi hombro y ver mis dibujos, mis primeros cuentos, mis primeras novelas cuyos argumentos eran plagiados de Papelucho.

Por las tardes de verano, Gardel tomaba su baño. Había que estar atento a las ollas sucias que permanecían llenas de agua y jabón en el lavaplatos, porque esas eran sus piscinas favoritas. Muchas veces lo rescaté del fondo del jabón y la grasa. Muchas veces lo rescaté también de la vieja lavadora cilíndrica que giraba y giraba, y lo hipnotizaba y atraía fatalmente con sus vueltas y su espuma. Gardel era temerario y no le importaba el peligro. De las ollas, como de la lavadora, salía envuelto en espuma y yo tenía que ir a enjuagarlo bajo el chorro de agua del lavamanos; luego, ponerlo al sol, en la ventana, y esperar a que se secase. En esa ventana, la de la cocina, Gardel veía el vuelo de los pájaros. Los miraba con atención y, de vez en cuando, soltaba algún silbido pidiendo la atención de sus congéneres.

Cierto día decidió que era el momento. Esa mañana estiró su plumaje más de lo acostumbrado y voló como loco por el departamento. Eran su entrenamiento final, su anuncio. Se posó en la ventana de la cocina, estiró su cuello y vio: nunca sabré lo que allí vio, pero fue suficiente para que quisiera volar. Y voló. Desapareció entre la espesura del follaje. No recuerdo haber sentido tristeza, sino soledad. Tuve mi gran lección: los animales no nos pertenecen, aunque vivan bajo nuestro techo y los alimentemos. Ellos viven con nosotros y en nosotros. Somos sólo un pliegue, más o menos racional, del mundo.

Ahora sé, ahora, justo en este momento, que nunca comprendí mis lecturas infantiles del obrero socialista John Griffith Chaney, más conocido como Jack London: apenas, a mis cortos años, creí ver que el maltrato a los animales era el eje que movía su escritura. Ahora veo que London hablaba más de los hombres que lo que creí entender cuando niño. La opresora condición humana se definía por no intentar comprender la condición de los animales. El problema era que la lucha de clases nunca había pensado, como su primer paso, la solución definitiva de la lucha de especies, la síntesis final en que el hombre asumía que su condición dominadora era insostenible no sólo para el resto de la naturaleza, sino también para sí mismo. Quizás sea una soberna estupidez pensar las cosas de ese modo, cambiar una perspectiva hacia algo que puede parecer absolutamente pedestre. Pero el darwinismo, al igual que Linneo y su teoría sobre las razas humanas, se mantiene vivo en su aberración y anclado profundamente en los sectores conservadores: los más fuertes deben vivir, el resto que muera; debemos entender a los fuertes, no los fuertes a los más débiles; los mejores (los más ricos) deben gobernar, mientras los peores (lo más pobres) deben obedecer.

Y es así como, ante el conocimiento imposible, los seres humanos nos detenemos de dos formas: seguimos caminando sin apreciar estos cantos o nos sentamos para escuchar la oscura transparencia de esos sonidos con lápiz y papel. Y vemos cómo todo se escurre en la dura alegoría desfondada, en la interpretación que no llega y señala este punto del que nunca hemos intentado partir: escuchar y preguntarnos por qué no podemos saber, por qué nos empecinamos en ignorar y sepultar bajo la escritura lo que no sabemos: “Palabras, palabras –un poco de aire / movido por los labios– palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”, decía Teillier. Prefiero que mi corazón vague por el aire, que siga a esos pájaros, que no quiera responder lo que no sabe; que se reparta en cada nota escuchada de esos cantos y en cada imagen de esas plumas. O, como lo dijo otro pájaro, décadas atrás:

… cuando paso entre los árboles
o debajo de las tumbas
cual un funesto paraguas
o como una espada desnuda,
estirado como un arco
o redondo como una uva,
vuelo y vuelo sin saber,
herido en la noche oscura,
quiénes me van a esperar,
quiénes no quieren mi canto,
quiénes me quieren morir,
quiénes no saben que llego
y no vendrán a vencerme,
a sangrarme, a retorcerme
o a besar mi traje roto
por el silbido del viento…

El ser humano es como las reliquias de los santos: una parte de él por aquí, otra por allá, en todos los lugares hay algo mío, en todos los sitios donde he “pajareado”. Y en que cada una de esas reliquias se erige un templo, una imagen de grandeza sin altura. No hay fieles, sino una sola fidelidad a cada parte donde se siembra el placer, la visión de la alegría, el triunfo pasajero que sin embargo perdura. Y vamos sumando lugares y viajes, y espacio en medio de cada punto donde dejamos algo de nuestro corazón: Santiago, Valparaíso y Budi; Lima, Arequipa y las islas flotantes de los Uros, sobre el Titikaka; en Evanston y en Chicago y también aquí en Winnetka, este hermoso lugar verde y de pájaros rojos, por el que todavía las brisas frescas cruzan con confianza por entre las cosas.

Pero mi corazón, tan repartido, permanece íntegro en su centro: suma y suma espacios y aires, canciones, árboles, tierra y pájaros. Se han alzado templos en mi memoria, desde aquella vez que estuve en lago Budi y me di cuenta de que la tierra tenía lugar en mi mente y en mi pecho, y que yo estaba construido de agua, de peces y también de piedra: ahí fue el lugar donde nací para este mundo, con todo lo que es el mundo, con su riqueza, su pobreza, sus plagas, sus pestes, sus sanidades, sus alegrías y depresiones. Ahí sentí la hondura del abismo personal y la cima o cumbre que se puede encontrar en el mundo. Y de allí también recuerdo un pájaro secreto: un martín pescador, en la altura de su rama, cantaba al borde del lago, mientras un pez blanco se acercaba a la orilla a verme y olerme. Esa fue mi revelación. Todos hemos tenido o tendremos una. La mía fue así, simple, que bien pudo pasar desapercibida. Tuve la suerte de poder captarla y atesorarla. Cuando la recuerdo, siento que esa imagen sobre la alta rama de un árbol me cantó una vida nueva. Tal vez es el oficio de morirse y renacer en los sitios amados. Ese aprendizaje hizo crecer mi espíritu, convertirme en oído y en ojo, en el martín pescador y en su nota, en el pez blanco del lago y en su propia blancura y su curiosidad. Quizás el día, el minuto en que muera, recordaré toda esa revelación como el modo en que viví y me hice un ser humano: ser de papel y de carne, pero también un ser “como la luz de una jarra de agua / lanzada inútilmente contra las tinieblas”.

Lagos de Moreno, Jalisco, 20 de marzo de 2010.                                         Winnetka, Illinois, 7 de julio de 2011.

Recent Posts

  • Cosas que se olvidan dentro de un libro
  • El terremoto de los ochenta (los hijos de la dictadura)
  • Curiosos consejos para cuidar la salud del cerebro (1596)
  • Nocturno de Budi
  • Arte de pajarear
  • Alma peregrina por Carrillo Puerto
  • On Jerry’s Treasure
  • Pájaros con sentido del humor / Birds with a Sense of Humor (un cuento de Mark Twain)
  • Las milagrosas y desconocidas vidas de Juan Rodríguez, alias “La Mancha”

Archives

  • December 2015 (1)
  • September 2015 (1)
  • August 2015 (2)
  • June 2013 (1)
  • May 2013 (1)
  • September 2012 (2)
  • March 2010 (1)
February 2019
M T W T F S S
« Dec    
 123
45678910
11121314151617
18192021222324
25262728  
Follow José Francisco Robles on WordPress.com
Advertisements

Stats

  • 682 hits
Follow José Francisco Robles on WordPress.com

Create a free website or blog at WordPress.com.

Cancel
Privacy & Cookies: This site uses cookies. By continuing to use this website, you agree to their use.
To find out more, including how to control cookies, see here: Cookie Policy